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José Ignacio Prieto
11 de diciembre de 2011   XXXI Aniversario de su muerte
 
(fondo musical)

Comprendo que esta reproducción no es buena, pero es la única que tengo. La última vez que canté bajo la dirección de Prieto fue en Estocolmo, y el maestro, en aquella ocasión, lo hizo vestido de frac. Tengo una vivencia del tiempo absolutamente caótica, y ese instante, saltando por encima de los años , lo tengo tan presente como si hubiera ocurrido ayer mismo, y esa foto, aunque sacada unos años antes para su gira por Japón, me actualiza su "genio y figura" con una intensidad extraordinaria. Esa mirada, dirigida a un objetivo fotográfico como a un espectador neutro, remueve sin embargo en los que estuvimos frente a ella como cantores, todo un mundo de vivencias y recuerdos. Sin duda, también él fue consciente de la intensidad con que nosotros lo mirábamos en aquella marea de emociones que eran las actuaciones de la Schola. Ahora podemos de nuevo mirarlo, tal vez mejor con los ojos cerrados, sin importarnos que hayan pasado ya treinta y un años desde su muerte, con una mirada en la que va toda nuestra admiración y todo nuestro agradecimiento, como respuesta a la suya, que fue capaz de comunicarnos el misterioso secreto de la música.

Rafael Manero

 

Me ha impresionado el comentario sobre la “tristísima soledad” de José Ignacio en los últimos años de su vida. Me pareció que hasta la sentía más que mi propia soledad, la soledad de mis muchos años. Algo me consolé tratando de convencerme de que él la sufrió tal vez menos que los que hoy,  tan en torno a él, la recordamos.
Mi último encuentro con él fue en el ascensor del Hispano, cuando ya parecía recuperarse después del accidente. Estábamos corporalmente más cerca el uno del otro que tal vez lo habíamos estado nunca, solos los dos en el ascensor. Pensé que cuando le dejaban hacer esa maniobra, y solo, debía de ser porque se fiaban de él. Pero el pobre no tardó en convencerme de lo contrario.
No me reconoció. Le grité al oído todos mis datos: contralto, luego bajo, del coro reducido, gregorianista..., le canté el “Zelus domus tuae”... Me miraba con ojos muy fijos, como quien se esfuerza en hacer memoria. Le grité, qué tontería, una frase en esa lengua, recordándole que el había sido nuestro profesor de francés cuando retóricos. Aquellos ojos de niño que pasaban de fijos a extraviados, sus ojos, me hacían llorar, él lo vio, y entonces como que me miraron asustados. (por qué lloras? lo interpreté) Le canté además, desesperado, los primeros compases en versión de los tiples del “Adiós, me dijo llorando”, de su creación: “No se acuerda, padre, de cuándo la estrenamos, y la cantamos en la Universidad de Oviedo, en las vacaciones de verano, los del coro reducido?.
Y siguió sin reaccionar. Le di, por primera vez, un abrazo que sería el primero y el último. Por los muchos que hoy quisiera haberle dado. Llegábamos al piso de arriba, a la Enfermería.
Hoy me consuelo, no me lo creáis, pensando que si él no pudo reaccionar a todos mis intentos, tampoco estaba ya en condiciones de abarcar  la terrible dimensión de su soledad. Más que él la sentimos nosotros ahora, desde nuestra relativa salud.
Te recuerdo con nostalgia, José Ignacio, y cuando te recuerdo pesa más en mí lo humano en ti que el artista colmado de éxitos musicales. Recuerdo cómo, cuando me despedía, siempre, de ti al salir de vacaciones, arrimado yo a la pared, medías, lápiz en mano, la altura de mi cuerpo de niño y me decías, después de registrar los datos en la pared: “Cuando vuelvas, vendrás seguro a saludarme y veremos entonces qué estirón has dado en las vacaciones”...
Para mí fuiste siempre y más que nada, amor, un amor cercano, que le hacía a uno sentirse importante, comprendido y ayudado a llevar, como tú me parecías arrastrarlo, el peso de una vida con tantos defectos de genuidad, con tantos arrabales medio oscuros, faltos de luz y de libertad. No me lo formulaba entonces como me lo formulo hoy, pero en la sala de música y en el Coro, siempre contigo y espiritualmente tan cerca, tuve los mejores momentos y los más genuinos de mi vida de niño y de principiante de adulto en Comillas.
Gracias, te estoy llorando de veras y llorando te digo adiós, José Ignacio...
José Manuel Ruiz Marcos

 
Carta al Padre Prieto
A veces, la puesta de sol me cita en las finas arenas de la playa de Gerra. Allí, el cielo impresionista de Cantabria cada día estrena una obra nueva. Pero las puestas de sol más bellas, al menos para mí, no son las que lucen un cielo completamente despejado.
 Cuando el cielo en que se funde la ría de San Vicente, se adorna con largos brochazos de nubes, el sol, en solemne despedida, va jugando conmigo al escondite. Como si tratara de anunciarme que ni su luz ni su adiós son para siempre. Esa es la puesta de sol que me conmueve.
Ahora, al leer sobre tu ocaso, Padre Prieto, se agitaron en mi mente aquellos atardeceres…  Desde el sol radiante, dirigiendo a la  Schola en el Salmo XXIII en Madrid, ante miles de espectadores hasta esa enfermería de la residencia de Alcalá de Henares en la que te ocultaste para toda una noche. Qué profundamente describe JoséMa su último encuentro contigo en el ascensor del “hispano”, cuando ya estabas casi oculto. Qué brillante el recuerdo de Rafael, tú, elegantísimo, de pajarita blanca, en Estocolmo. Qué triste, qué inmensamente triste! ese “algunos parientes lejanos” en tu entierro.
Yo te recuerdo con algunos destellos de luz intensa, menos solemnes aunque para mí imborrables, cuando tú, Padre Prieto, en algunos de tus frecuentes viajes desde Comillas, te alojabas en mi casa, un humilde 4º piso, sin ascensor. Nunca tuvimos una visita de mayor categoría. Y, si hubiéramos recibido a un Jefe de Estado, no habrían sido mayores los agasajos: La mejor habitación de la casa, el juego de cama bordado a mano, el de las grandes ocasiones, la vajilla de las grandes fiestas… Qué honor, para mis padres, tu presencia. Te recuerdo muy activo, dominando la escena. Consciente de ser la luz.
Ahora, al conocer algún detalle de tu ocaso. Intuyendo las sombras en los escenarios de los últimos años, me pellizca el alma haber estado tan lejos, estando en realidad tan cerca. Yo era estudiante en la Complutense precisamente en los años en que fundaste y dirigiste el coro Santo Tomás, una de tus últimos compases. Qué gran satisfacción me habría dado mostrarte mi gratitud porque me enseñaste a disfrutar tan intensamente la música, placer que crece cada día, que modera mis penas y realza los momentos de júbilo, placer generoso que nunca me volvió la espalada.  Divina mascota, compañía fiel e  inseparable.
Hoy, tantos años después, quiero, con esta carta, volver a celebrar la ceremonia de despedida, y acompañarte, para llenar el espacio de los parientes cercanos, con un grupo de amigos que sienten por ti  tanta admiración. gratitud y cariño como yo.
Hemos preparado para ti un pequeño collage musical: una de tus obras preferidas, “In monte oliveti” fundida en sus últimos compases con el Lacrimosa del Requiem de Mozart. Tú lo dirigiste también en alguna ocasión con toda la emoción que merece. Y, hasta hemos buscado, de entre las versiones disponibles, la que se acomoda al tempo que preferías. Sea por ti y para ti ese “Dona eis requiem. Amen”.
Alejandro Rivas
11 de diciembre de 2011.

 

No conocí al padre Prieto como director de la Schola. Mi conocimiento de él fue de otra índole. Fue en el ámbito familiar donde fundamentalmente tuve trato con él. Lo conocí un día que, por circunstancias que no hacen al caso, fuimos los hermanos y mi madre a pasar un rato a la Ponti, un día que se me pierde en la bruma del recuerdo. Allí, delante de la soberbia puerta de Domènech i Muntaner se inició la relación, la inició él. Debía de correr entonces el 64.
A partir de ese momento se estrechó el vínculo con el padre Prieto. Todos en casa considerábamos, y así lo seguimos haciendo, un privilegio el que, cuando debía hacer noche en Santander, optara por la humildad de la buhardilla –85 escalones– antes que por la residencia de los jesuitas o las casas de otras familias más acomodadas que se le ofrecían. ¿Por qué esto? Probablemente porque reencontró allí lo que de algún modo había perdido al escoger la carrera eclesiástica: una familia, el calor de una familia. Tal y como imagino sucedía con Alejandro, según deduzco de lo que leo.
En esos primeros años que siguieron a aquel fortuito encuentro, mi hermano mayor lo acompañó al Congreso de Essen (junio del 65), a Portugal durante quince días (julio del mismo año), a la gira de Alemania (en el mes de agosto), a la de Suecia (entre el 10 de agosto y el 11 de septiembre del 66), a la del 67 –a la que también fue mi otro hermano– (entre el 29 de junio y el 2 de agosto), y vuelta a París (entre el 25 de agosto y el 20 de septiembre del 67), unos días por el suroeste francés a principios de septiembre del 68, Oviedo (septiembre del 69), etc.
Y después, en el 69, por invitación suya, me llegó Comillas. Y también a mi hermano. Tres años de mi infancia imborrables y decisivos. ¿Y para quién no? La mejor educación a la que se podía aspirar entonces en España. La mejor educación en todos los sentidos: formación académica, formación humana, formación religiosa. Tres años sacramentales, de los que imprimen carácter, de los que dejan poso en el alma.
¿Qué recuerdos guardo del padre Prieto? ¿Qué imagen suya pervive en mí?
Puesto a elegir, al margen de lo más puramente anecdótico –mis servicios como monaguillo en el altar de la Divina Pastora en la iglesia de los capuchinos cuando pernoctaba en mi casa, los pequeños conciertos privados en su habitación o en el paraninfo, los paseos en aquel elegante Simca 1501, 7628TQ75, las rayas con que medía mi desarrollo– me quedo con sus manos, manos eucarísticas, de dedos finos y largos, aseadas y pulcras, delicadas y nobles, que se mueven con natural expresividad y dulzura, acariciadoras, que cuando se posan en mi hombro o descansan sobre mi cabeza trasmiten seguridad, tranquilidad, sosiego. Diría que se concentraba en sus manos toda su persona. ¡Cómo se hacía notar cuando estaba en casa! Irradiaba serenidad, paz, elevación espiritual. Todo se dulcificaba y sublimaba en su presencia, y las cosas más comunes (una comida, una cena, la bendición de la mesa –reservada a él cuando estaba en casa–, la vuelta del colegio sabiendo que él estaba allí o llegaría) alcanzaban una dimensión transcendente. Y también con su mirada: severa, cuando no sonreía, pero sin dureza; penetrante, pero sin inquietar; mirando más y más a tu fondo, pero sin escudriñar; como una invitación, como si tendiera su mano al alma.
Y todavía hoy, cuando me lo represento, cuando reconstruyo alguna escena como composición de lugar de la que él es centro, figura a la que el resto sirve de fondo, actúa sobre mi espíritu como bálsamo que derrama quietud, serenidad y confianza.
Para él el agradecimiento, y la memoria, y el honor, y la gloria y la paz eternos.
Ramón Cubillas  (11 de diciembre de 2011)

 

 

Soy seguramente uno de esos a quienes nuestro Blog de la Scola nos ha refrescado la memoria y el corazón con el recuerdo de la desaparición de una persona inolvidable; el Padre Prieto.  Mas allá de sus singulares clases  de religión y francés que quedaron en el olvido, queda su apabullante magisterio musical. Aquella música que se nos introducía como veneno delicioso en Comillas tiene ante todo y sobre todo un nombre; Prieto.
Gracias a él,  escuchamos las primeras grabaciones de los  clásicos, Bach, Mozart, Beethoven... y comenzamos a degustar la música mas moderna. Es sobre todo su figuran lo que recordamos, imágenes de una briosa presencia directora en los ensayos, en el coro o el Paraninfo,  gestos con los que lograba hacernos sentir el alma del canto y superarnos a nosotros mismos.
Por encima de todo quiero dejar constancia de mi agradecimiento por el  mas grande regalo que nos legó a través de aquellos años de Comillas; el amor por la música.
Xabier S. Erauskin (12 de diciembre de 2011)

 

 

Yo también estoy impresionado de vuestras vivencias personales y familiares con el P. Prieto. Me dice Manolita que en el Concierto de Navidad del año 80 hice una emocionada referencia a la figura del P. Prieto. No me acuerdo. Para mí Prieto sigue vivo de una manera muy especial, pues cuando canto su música es como si lo viera delante y viviera el momento de Comillas en que canté esa obra concreta. Tal me sucede este año con los dos villancicos en la, tan alegres y dinámicos y el encendido Zagalejo de perlas, que incluyo en el programa de Navidad. Cuánto me ayudó esta música a aliviar la enorme nostalgia que sentía de la Navidad familiar en León. Gracias, querido y recordado José Ignacio y que tu música siga alentando nuestras vidas durante muchos años. Descansa en paz.
 Joaquín Carvajal  (12 de diciembre de 2011)

 

ahí  va mi granito de arena a la biografía del P.Prieto que estáis elaborando con sensibilidad y cariño .
En los años ya descendentes del P.Prieto,lo nombraron presidente o algo así,de la asociación musical internacional "Pueri Cantores".Por entonces,recuerdo que consiguió la colaboración especial para la promoción de la asociación , de los entonces cantantes de moda Juan y Junior.Recuerdo también que viajó a Astorga ,(León),para un evento relacionado con "Pueri Cantores".Mi hermano,Gregorio, comillés, miembro perpetuo de la Schola , y profesor del Seminario Diocesano en aquellos años, compartió con él aquellas jornadas.,en las que aún mantenía algo de su brío personal e intransferible (años 80...). Intenté ir a saludarle,pero me fue imposible.
Un saludo.-Agustín Rodríguez. (13 de diciembre de 2011)

 

 

Yo también conocí al P. Prieto y canté bajo su dirección en la Eschola. Seria por el año 63 y 64
Recuerdo su energía y entusuiasmo, su capacidad para sacar de nuestras gargantas y pechos aquellos melodiosos sonidos que deseaba, cómo se desazonaba cuando cantábamos como chicos de pueblo, chirriando  con  voces de  gato. Lo  decía  para azuzarnos, no era  cierto. Eran  años  de  decadencia, la  eschola languidecía por  la ausencia de Teo y casi Filo.
Volví a verlo en Madrid, años después, muy debilitado, pero con  la misma ilusión de antaño.
Qué impresionantes eran los salmos que cantábamos en el  coro  de  la Iglesia por Semana Santa. Aquel "Audite  meo..."  que rompía el silencio de los oficios resonaba por las paredes de la Iglesia como una bomba.
Y aquellas fugas al órgano que improvisaba
....Las danzas del Principe Igor.... Los Carmina Burana..... El  Ama  begira zazu....
el  candentibus (cantantibus) organis....
Qué os voy a decir que no sepais, vosotros que lo  conocisteis antes que yo y participasteis de sus éxitos...
Un saludo a todos y adelante con la "memoria  histórica".
Luis Manrique (14 de diciembre de 2011)

 



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